Sobre el viaje. Yo viví una generación, que recibió una idea un tanto estereotipada del viaje. En los años ochenta "viajar" se parecía cada vez más a hacer turismo, tendencia que no hizo que extenderse en el fin de siglo. La idea de San Juan de perderse -viajando físicamente o psicotrópicamente, o los dos- para encontrarse, que había estructurado tanto los años libertarios de finales de los 60 y 70, fue reemplazada poco a poco por una idea consumerista, que dejaba atrás la vieja noción de "conocimiento", de "conocer lugares nuevos" con todo el trajín existencial que conllevaban tales aventuras... Para consumirlos. Viajar en los ochenta se convirtió en una empresa conformista alejada de todo romanticismo y rebelión, para volverse una nueva forma de comercialización del espíritu. Y con la aparición de los club Med y compañía una nueva forma de alienación y explotación tout simplement. Lo que nos quedó, y esto es algo que todavía sigue teniendo un ligero atractivo, fue la idea de partir para no encontrarme, o mejor aún de escaparme. De vivir en otro lugar para devenir "otro", no enseguida, no completamente, pero bastaba el fantasma y esos pequeños cambios superficiales y el comienzo de una historia -quizás en otro idioma, con otro lenguaje nuevo-. Viajar con la esperanza de no retornar daba al movimiento fronterizo un cierto sentido. Así la dimensión espacial -a dónde vamos- era lo menos importante, y la dimensión temporal -cuánto tiempo partimos- tomaba todo el interés. Y si no era mucho el tiempo, había que vivir la travesía con la intensidad de un éxodo, preparados en todo momento a abandonarlo todo, a olvidar todo lo que quedaba atrás. De tal manera que un día pudiéramos afirmar "yo viví allí, y dejé de ser uno de vosotros, para ser un extranjero para mí mismo".